De la ficción de «The Wire» a la realidad de Essex: el horror del tráfico humano y la trata de personas

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Inauguramos con esta entrada una nueva sección del blog Refugiados en el Cine dedicada a las series de televisión, que con la extensión y popularidad de las plataformas de contenido audiovisual en streaming (HBO, Netflix, Movistar, Amazon, etc.) han multiplicado aún más su presencia en nuestro ocio cotidiano y por tanto en la creación cultural.

Empezamos con una de las clásicas, de las que aparecen siempre en los primeros lugares entre las series más míticas producidas en este siglo: estamos hablando de “The Wire”.

Creada y producida por el escritor y periodista David Simon, «The Wire» toma su nombre de las escuchas telefónicas que un grupo de policías utiliza para resolver las tramas delictivas a las que se enfrentan en la ciudad de Baltimore, en el estado norteamericano de Maryland. Las cinco temporadas de “The Wire” se emitieron por HBO entre junio de 2002 y marzo de 2008.

En Refugiados en el Cine nos vamos a detener hoy en la segunda temporada, que tiene como escenario decisivo los muelles del puerto de Baltimore, en los que un grupo de estibadores se enfrentan a un futuro lleno de incertidumbre, ante la robotización de su trabajo y las amenazas ligadas a la especulación inmobiliaria. Se han convertido en una especie en peligro de extinción.

En la serie, algunos de ellos han aceptado los sobornos de una red mafiosa para pasar sin control algunos cargamentos a cambio de dinero fresco, materia prima escasa en ese contexto de disminución de la carga de trabajo y aumento de la pobreza para los trabajadores empleados en la carga y descarga de los barcos del puerto. Frank Sobotka (Chris Bauer), líder sindical muy respetado entre sus compañeros, y su sobrino Nick (Pablo Schreiber) son las caras más visibles de este pacto con el diablo al que han terminado por sucumbir. ¿Y cuáles son esos cargamentos que pasan sin ser registrados? Frank Sobotka ha aceptado no saber.

Un mal día, la agente de policía portuaria Beadie Russell (Amy Ryan) descubre en el falso fondo de uno de los contenedores del puerto los cadáveres de trece mujeres, a los que se suma uno más encontrado en aguas de la bahía. Las víctimas son todas mujeres, jóvenes, sin documentos que las identifiquen pero, a juzgar por diversos indicios, procedentes de Europa del Este. Han muerto asfixiadas, al encontrarse dañado el tubo de ventilación del contenedor, según las primeras averiguaciones policiales.

14 vidas truncadas por las que nadie pregunta y que no parecen importar mucho a nadie. Que se convierten en un quebradero de cabeza para los distintos responsables policiales, que intentan pasarse de unos a otros la responsabilidad intentando todos ellos cerrar el caso como un simple y desgraciado accidente. No será así, y la investigación acabará en manos del teniente Cedric Daniels (Lance Reddick) y los suyos, con todo el carismático equipo de versos libres formado por los detectives McNutty, Moreland, Freamon y compañía.

La trama, entrelazada con todos los hilos que “The Wire” teje para mostrarnos su crudo retrato de Baltimore, irá avanzando para descubrir lo que se intuía desde el principio: que las mujeres asesinadas eran víctimas de una red de trata de seres humanos para su explotación sexual. Es decir, eran víctimas de la llamada esclavitud del siglo XXI que capta, transporta y finalmente explota hasta la extenuación a sus víctimas utilizando la violencia, la amenaza y la coerción.

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Un último detalle antes de dejar la segunda temporada de “The Wire” y que no podemos resistirnos a mencionar es cómo la red criminal, responsable de la muerte de estas chicas, está capitaneada por un misterioso señor apodado El Griego (Bill Raymond) por su origen heleno. Una vez más, el villano es extranjero y habla en un idioma ininteligible para el público estadounidense.

“The Wire” es ficción, pero desgraciadamente lo que cuenta tiene su inspiración en la realidad. No en vano, su creador, David Simon, trabajó durante muchos años como periodista de sucesos en la redacción de The Baltimore Sun.

 

La realidad que The Wire enfoca

Hace escasos meses, y por tanto muchos años después de la segunda temporada de «The Wire», el pasado 23 de octubre de 2019, en el condado inglés de Essex (Reino Unido), fueron hallados los cuerpos sin vida de 39 personas en el remolque de un camión abandonado en un polígono industrial. Las autoridades informaron de que el contenedor había salido desde el puerto belga de Zeebrugge (Brujas) y había llegado en ferry a la localidad inglesa de Purfleet.

Las personas que viajaban dentro del contenedor y que fallecieron en su interior eran migrantes procedentes de Vietnam. Eran 31 hombres y 8 mujeres. Una decena de ellas eran adolescentes. La mayoría eran originarias de la provincia vietnamita de Nghe An, región con un alto porcentaje de población rural desde la que son muchos los que eligen emigrar, pagando grandes cantidades de dinero al no existir una vez más vías legales y seguras para la migración. Los investigadores, en los días posteriores al hallazgo, apuntaron a la congelación como causa de sus muertes, pues se trataba de un contenedor refrigerado preparado para el transporte de productos congelados.

El puerto de Zeebrugge y la costa belga se han convertido en otro ‘punto caliente’ de la migración, como plataforma desde la que las personas migrantes intentan dar el salto al Reino Unido, escondidas entre la carga de los camiones que zarpan cada día con destino a los puertos británicos.

No es un fenómeno nuevo. En el año 2000 partió del mismo puerto un camión con un contenedor cargado de cajas de tomates en dirección a la ciudad inglesa de Dover. En su interior se encontraron los cadáveres de 58 personas, migrantes de origen chino procedentes de la provincia de Fuijan que murieron asfixiados. Únicamente hubo dos supervivientes.

“The Wire” nos mostró en su segunda temporada esta realidad, que por desgracia no es excepcional. En el caso de la serie de HBO las mujeres muertas eran víctimas de una red de trata para su explotación, una gravísima violación de los derechos humanos y un negocio ilícito de los más lucrativos del mundo, del que los grupos criminales obtienen un beneficio de más de tres mil millones de dólares al año.

Hemos dicho muchas veces aquí que el mundo actual no se explica sin hablar de las migraciones, un fenómeno por otra parte consustancial a la historia humana, pero que unido a la desigualdad existente entre diferentes regiones del mundo provoca un incesante movimiento humano en busca de mejores condiciones de vida. En un mundo como el nuestro, hecho de muros y alambradas, las personas migrantes se ven abocadas a embarcarse en viajes llenos de riesgos que con mucha frecuencia terminan en tragedia.

Es también muy habitual que además de perder la vida, las víctimas de las migraciones forzadas y las fronteras sufran la pérdida de la identidad y de la propia individualidad, convirtiéndose en un número dentro de un recuento. No conocer sus nombres, sus caras, el dolor de sus familiares, los motivos personales que les llevaron al viaje, ayuda a perpetuar el drama.

Por eso es necesario leer, cuando se cuelan entre las informaciones publicadas, los nombres propios, como el de la joven Pham Thi Tra My, joven de 26 años que viajaba a bordo del contenedor de Essex. Su hermano, Pham Ngoc Tuan, dijo a la BBC que Tra My estaba desaparecida desde el 23 de octubre, día en que se encontró el camión con los 39 cuerpos. Su último paradero conocido fue Bélgica. Pham Thi Tra My envió este último mensaje a su familia:

«Lo siento mucho, mamá y papá, mi viaje a la tierra extranjera ha fallado. Me estoy muriendo, no puedo respirar. Los quiero mucho, mamá y papá. Lo siento, madre». 

 

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