La abuela de la Plaza

Por Carmen Santamaría Alonso

Alicia se ha retrasado en el supermercado. Los niños empezaban a aburrirse y a mí se me estaban acabando las historias. Así que cuando he vuelto a casa he subido a pedirle a Nieves los libros de sus sobrinos. Los cuentos son antiguos, pero yo me apaño bien para darles la vuelta y convertirlos en historias actuales.

En el ascensor he coincidido con Lucía, la inquilina del piso de al lado. Es una chica muy atenta, pero tiene la manía de preguntarme por mi estado de salud en cuanto me ve. Siempre hay algo que me duele o me molesta en alguna parte de mi cuerpo, pero a Lucía no se lo digo. Le contesto que estoy bien. Me fastidia gastar el tiempo en hablar de dolencias y medicinas. Bastante tengo con las charlas que me trago en las esperas del consultorio. ¡Qué afán de narrar operaciones y tratamientos farmacológicos! Pues sí, señoras, tenemos goteras. Si las de cincuenta tienen achaques, ¿qué no tendremos las de setenta? Pero yo prefiero hablar del tiempo, de las obras que están haciendo en el barrio, de la serie que estrenaron ayer en televisión.

Con Lucía hablo del libro que traigo prestado de la biblioteca, de las noticias que he escuchado en la radio, de los niños de Alicia y de sus amiguitos. Y noto que a Lucía le complace la conversación más que si me pusiera a quejarme de lo mal que he dormido esta noche.

No espero que Lucía deje de verme como una señora anciana, pero procuro evitar que me vea como una señora anciana pesada y aburrida.

Yo creo que es el aburrimiento, y no las dolencias, lo que más nos perjudica a estas edades. Tenemos que dejar de ser pesadas y aburridas, les digo a las amigas que me quedan en la tertulia. Tenemos que divertirnos. Ellas se ríen y me contradicen. Se hacen las remolonas cuando les sugiero que vayamos esa semana al cine o al teatro. Una dice que tiene que cuidar a los nietos, otra que está cansada, otra que hace frío, otra que hace calor. Menos mal que al final consigo que una o dos consientan en ir a ver una película. O una exposición.

La que se apunta a todas es Micaela. Es la mayor de la tertulia, porque anda cerca de los ochenta, pero ¡qué energía la de esta mujer! ¡Y qué memoria! Fue profesora de arte en un instituto y si vas con ella a un museo te lo va explicando todo como si todavía estuviera en activo.

He dejado a Lucía en nuestra planta y he subido a casa de Nieves.

Le he pedido los libros infantiles y le he preguntado si necesita que también le coja el pan mañana. Nieves está con uno de sus catarros y no sale de casa. Me ha prometido que cuando se cure bajará a dar un paseíto hasta la plaza. A Nieves le cuesta mucho andar, pero como se encierre en casa se va a morir de tristeza.

Tendría que venirse conmigo a estar con los niños de Alicia. Los cuido los martes y los viernes. Vienen de la clase de inglés hacia las seis y cuarto y se quedan un rato en los columpios, mientras Alicia hace compras y recados. Alicia vive dos portales más abajo. Yo la conozco desde que era cría porque su madre era la dueña de la peluquería a la que yo iba a peinarme cuando todavía me teñía las canas.

A los niños los vigilo mientras juegan. Cuando se cansan de columpiarse y de rebozarse en la tierra, se sientan y me piden que les cuente una historia. Como no he tenido nietos, al principio me pillaron inalbis. Entonces Nieves me prestó los libros de sus sobrinos, en los que hallé inspiración. Ahora invento historias cuyos protagonistas son niños que se parecen a los de Alicia, con gustos parecidos, con problemillas semejantes a los suyos. Algunas tardes se nos juntan otros niños de la plaza, se colocan frente a nosotros y escuchan mis historietas. Hasta doce oyentes llegué a contar un día.

A Nieves la tengo que convencer para que se venga conmigo. Los niños de Alicia dan mucha alegría. Alegría de vivir. A ver si consigo que a Nieves también se la contagien.

Mujeres con ilusión

Por Raquel Zaragoza Durá

No hay cielo más hermoso que el que tiene nubes, ni persona más feliz que la que tiene ilusión.

Vieja, triste y sola. Pasé más de dos años sin más presencia que las ausencias. Sin más consuelo que los recuerdos edulcorados de mi infancia…

Cuando era niña tenía pocos juguetes, algunas amigas y mucha imaginación. Para mí la amistad siempre ha sido una necesidad vital. Sin embargo, nunca me preocupó la soledad. Incluso a menudo la buscaba, para refugiarme en ella. Me permitía fantasear, “estar en las nubes”, soñar despierta.

Pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora que los años cada vez pasan más rápido y las noches se hacen eternas. Cuando todo mi mundo se desmorona, me niego a sentirme sola. El tiempo que me quede de existencia, quiero pasarlo “VIVA”.

Sobre la mesilla de noche he puesto una foto en blanco y negro. Es una niña de largas trenzas rubias y ojos azules que transmiten ilusión, pero también exigen que no la decepcione; me había prometido que cuando fuera mayor sería cuentista, y se me olvidó.

Para cumplir mis sueños infantiles, me matriculé en un centro de tercera edad, necesitaba recuperar la ilusión, conocer gente…, salir a la calle, aunque solo fuera para sembrar nuevos recuerdos.

Todo empezó el día en el que participé en un certamen de relatos con el lema: “VIVENCIAS”. Lo que me resultó más difícil fue profanar el blanco del papel, luego fui evocando situaciones que creía olvidadas. Y así, poco a poco, los recuerdos fueron vistiendo con palabras los tres folios en los que resumí mis vivencias. Días después, cuando supe que mi historia estaba entre las seleccionadas para publicarse en un libro, la niña que aún conservo dentro de mí daba saltos de alegría.

Desde entonces, una vez a la semana asisto a clase de expresión literaria. Allí, cuando se cierra la puerta, catorce compañeras jugamos con las palabras para dar forma a nuestros sentimientos. Entonces, surge la magia y dejamos de sentirnos solas. Allí, catorce mujeres compartimos nuestras experiencias, sazonadas con un poco de imaginación.

Mujeres que nos vestimos por los pies y sabemos lo que queremos. Mujeres que preferimos un “cuenta conmigo” a un “te amo”. Mujeres que pensamos que mejor que los besos son los abrazos.  Mujeres con ilusión que lo que no podemos hacer…, ¡lo soñamos!

Protagonista

Por Mercè Passola Torrent

En toda la semana no han venido a verme, ni tan solo me han telefoneado. Entiendo que todos tienen su trabajo, pero… Tengo ochenta y cuatro años. Las caderas y las piernas apenas me dejan andar. Los brazos y las manos hacen lo que pueden. Las labores de la casa quedan muy dejadas por el dolor. ¡Ah! y tengo el síndrome de las piernas inquietas, que no me dejan dormir. Hace más de treinta años que sufro una depresión. Divorciada y con una paga ínfima de mi ex.

Todo esto me provoca una gran soledad que me hace llorar intensamente, y no veo la solución. El Gobierno autonómico no hace nada, a pesar de que insisto mucho. Decido que esto no puede seguir así. Me siento para replantearme como lo puedo estructurar.

Comienzo a tener las ideas más claras y… ¡ya sé que hacer! Escribiré un cuento sobre estos momentos que vivo, quiero sentirme la heroína de esta aventura. Es el viaje, a través de un trozo de mi vida. Por primera vez, sentiré que yo decido como quiero vivir. Coger el control de mis emociones, de mi dolor y de mi soledad. Ahora soy yo la protagonista.

Para hacer este viaje preciso pocas coses, pero sí que necesito espacio. Libero la casa llena de recuerdos, necesito estar conmigo misma, y los pongo todos dentro de una caja. Cuando siento una poco de nostalgia, la abro y… ¡Qué recuerdos tan entrañables!  Es como retornar a vivir aquellos instantes. Estoy muy contenta, me siento acompañada. Pero recuerdo que el camino lo hago yo sola y los devuelvo a su sitio.

Cuando siento la presencia de la soledad, me pregunto. ¿Cómo saldré de esta? ¡Ya lo sé! suspiro. Como que me gusta escribir, sobre todo poemas, cojo el boli y hago el primer poema del cuento a la naturaleza. Ella me abre el corazón y entonces todo fluye mejor. Después un poema a mis hijos. Les explico la felicidad que siento haciendo estos garabatos en el papel, que me conectan con ellos. Si puedo, continuo con las amigas. Es tan maravillosa esta aventura que a veces me levanto sin darme cuenta que no hay dolor en mi cuerpo.

Hoy sí que dormiré tranquila. Escribo un cuento en el mismo momento que lo vivo. No lo había hecho nunca; lo encuentro muy estimulante, hace que busque soluciones. La narradora explica y la protagonista actúa. ¡Qué divertido! Soy yo misma.

La noche empieza muy bien, estoy tranquila después de un día tan diferente a todos. Cada vez es más alentador. Pero sólo han pasado cuatro horas, cuando ya me despiertan las piernas, empiezan su baile. ¡Oh no! protesto. ¿Por qué no podéis estar quietas? Quiero dormir, mejor dicho, necesito dormir, el cuerpo está cansado. En este momento no recuerdo que soy la protagonista de la historia y me enfado. Me levanto y voy a la cocina a comer una magdalena con un poco de leche. No he terminado el primer mordisco, cuando recuerdo que escribo la historia real de estas vivencias y me digo: ¡oh no! de esta manera no puedo continuar, no sé qué hacer.

Las emociones surgen como un caballo desbocado. La tristeza y la rabia hacen su trabajo, saben que me siento sola y ahora es el momento. Las piernas no paran y yo quiero dormir. La cabeza empieza a recordar cómo he cuidado a mis hijos, cómo luché sola por ellos, para que llegasen donde están y estoy sola. Por mi mente pasa toda la película de mi vida y me siento olvidada, arrinconada. ¡Ya está! La depresión quiere protagonizar el cuento, ella gana siempre, me digo. Pero no, no y no. Yo soy la heroína de mi historia, la puedo cambiar como quiera. quiero que paren las piernas, ¿cómo hacerlo?

Estoy abatida, no veo una salida y cada vez me siento más hundida. La medicación es la solución, pero esperaré, por si puedo encontrar una salida. Hago todo lo que sé, respiraciones, escribir, miro la televisión, pero nada de nada. ¿Qué puede hacer la protagonista del cuento? me pregunto. No quiero que se acabe aquí el camino. He de encontrar una salida.

Cuando voy a buscar la medicación, viene a mi mente un pensamiento, como si alguien me lo comunicase. Me agarro a él como si fuera el barco que viene a buscarme en las frías aguas del mar. Es un pensamiento clarificador y lógico. Pero vuelvo a dudar. Esto no puede dar resultado, es demasiado complicado para mí, estoy demasiado abatida y sola, voy diciéndome. Pero ¿no eres la heroína? Tú sabes que ellas tienen poderes mágicos y siempre consiguen lo que quieren. Si no lo has probado, ¿cómo lo quieres saber? Voy hacia el sofá, si me vence el sueño, allí mismo puedo estirarme.

Sigo las instrucciones y empiezo.

̶̶ Ponte tan cómoda como las piernas te dejen. Míratelas, ellas tienen su porqué que tú no sabes. No las juzgues, ni te quejes, sólo míratelas. Ámalas, perdónate por no entender su mensaje. Respira lentamente, si puedes. No has de hacer nada más.

La mente va diciendo: todo esto son pamplinas, no sirve para nada. Pero yo respondo:

̶̶ ¡Yo soy la protagonista que lo puede todo!

Lo hago, veré qué pasa. Muy concentrada, siguiendo las instrucciones, las piernas continúan moviéndose. Como que soy la heroína y lo puedo todo, continúo.

Me despierto. No sé lo que ha pasado, pero las piernas están quietas y yo he dormido. Casi no me lo creo. ¿Será verdad que funciona? Sigo realizando este ejercicio, siempre que ellas empiezan a moverse. Muchas veces no lo consigo. Pero el tiempo ha hecho que yo, la protagonista, saque de mi interior todo lo que soy y así los resultados han sido inmejorables.

No sólo lo hago cuando las piernas se mueven, también con el dolor, con la tristeza, con la soledad y, poco a poco, voy experimentando que la soledad ya no quiere nada de mí. Cada día escribo mi cuento y voy consiguiendo vivir sola. Mis hijos han notado el cambio y, sin decir nada, vienen a verme y telefonean más frecuentemente. Yo, feliz, tengo el control de mis emociones, de mis pensamientos y, sobre todo, de mi soledad. Ya puedo vivir sola sin sentirme sola.

Ahora no busco las respuestas fuera, están en mí, la protagonista.

Esperanza

Por Ana Hernández Rodríguez

—¡Ha muerto! —dijo María con tristeza, sosteniendo el ave entre las manos. Después de que los hijos se hicieran mayores y se marcharan de casa para vivir su vida y la reciente muerte de su esposo, la única compañía que tenía María, a sus setenta y dos años de edad, era su canario que con el canto aliviaba la falta de afecto y la añoranza del pasado, cuando sus tres hijos correteaban por la casa llenándola de vida y de alegría.

El recuerdo de las personas queridas que ya no estaban a su alrededor, y ahora la muerte de Pepín, que así se llamaba su compañero de plumaje amarillo, fue la gota que colmó el vaso y lo que originó que se filtrara en la piel de aquella mujer, una nostalgia difícil de sobrellevar.

A los pocos días Soledad llamó a la puerta y María abatida por la pena le permitió entrar. Soledad se instaló cómodamente en la casa, preparándole el desayuno por la mañana y recordándole a la hora de comer que tenía que tomarse las pastillas de distintos colores. Después de cenar y antes de irse a dormir cerraba las persianas para que la claridad matutina no la despertara. Llegó un momento en que María no podía desprenderse de Soledad.

Al poco tiempo volvieron a llamar a la puerta y María, debido al abatimiento que sentía, también dejó que entrara Tristeza. Soledad y Tristeza se hicieron muy amigas y seguían a María a todas partes; incluso cuando se sentaba a ver la televisión ellas también se aposentaban en el sofá a su lado. La acompañaban también cuando iba al supermercado e incluso a la visita del médico.

Llegó un momento que se habían arraigado tanto a la vida de aquella mujer que le resultaba del todo imposible liberarse de ellas. Deambulaban por la casa como si fuera suya, invadiendo cada rincón y cada poro de María, consumiéndole la poca energía que aún le quedaba y robándole las ganas de vivir.

Cuando Soledad y Tristeza ya se habían apoderado por completo de María, volvieron a llamar a la puerta, y, al abrir, resultó ser Esperanza. Entró y habló con María, a quien convenció para que las echara de su vida inmediatamente.

María, aconsejada por Esperanza, decidió salir de casa y luchar contra ellas. Cuando volvió, todavía estaban viendo la televisión, aposentadas en el sofá, esperándola cómodamente, pero se sorprendieron al descubrir que aquella mujer parecía más animada que cuando había salido y les dijo que no la siguieran que hoy, ella es quien iba a hacer la cena y también quien tomaría aquellas odiosas pastillas de colores sin necesidad de que nadie se lo recordara; y ella misma cerraría las persianas antes de acostarse sin que Soledad y Tristeza estuvieran recordándole

su insistente presencia. Desde entonces salía sola de casa, sin que ellas dos la acompañaran y volvía con mejor humor, contenta, esperanzada y con ánimo para echarlas de su vida. Y se dio cuenta de que cuanto más alegre se sentía, más se debilitaban Soledad y Tristeza hasta que cansadas de que María las apartara de su vida, salieron de su casa para no volver y María, se cargó de energía sintiéndose más viva y con una fuerza interior que antes no poseía. —¿Cómo lo has logrado? —le preguntó Esperanza. —Con el reconocimiento y la estima María le explicó a Esperanza que en el supermercado había oído comentar que en una asociación del barrio necesitaban personas para colaborar con ellos; fue a verles y desde que participa activamente en ayudar a personas que necesitan echar de sus casas a la temida Soledad y la terrible Tristeza y desde que ha puesto todas sus fuerzas en ello se siente valorada y útil, y Felicidad ha llegado y se ha instalado junto a ella. Esperanza sonríe, abre la puerta y se marcha. María ya no la necesita.

Relatos de mujeres mayores de la Universidad Popular de Leganés

“En el nombre de la soledad” por Ana Victoria Picazo

Nunca me había parado a pensar en ello, la palabra por sí sola “Soledad” dilapida los sentidos y las emociones y es un sentimiento además de una situación en momentos placentera y en otros una ruina que te toca el alma.

No conoce edades, ni condiciones, ni tratamientos, llega y no se presenta.

Se vista y se desnuda con fragilidad.

Es buena compañera cuando la buscas de manera solícita y la quieres para conocerla, para sentirla, es atrayente y necesaria en muchos instantes de tu vida.

Tiene nombre de mujer, es atractiva, seductora, engañosa… nos nubla los sentidos y nos atrae hacia ella haciéndose valer y moviéndose de manera sibilina por los espacios de tu alma, te engancha y se apodera de ti, haciéndose imprescindible en lo cotidiano y se convierte en un arma letal que duele cuando impone su existir.

A veces no lo escoges, te elige ella y no te avisa, se instala en tu vida muy a tu pesar, sin tu llamarla, y se hace compañera de día y de noche, vela tus sueños, seca tus lágrimas, sonríe contigo y se apodera lentamente de tus espacios.

Como en todo, llegas a acostumbrarte, y aunque no la quieras, llegas a aceptarla.

Recuerdo que hace ya 3 años, sentí el más grande vacío que mi ser ha experimentado ahora.

Cuando mamá se fue, hacía ya 7 años que papá nos había dejado, en ese mismo instante y pasados los momentos del duelo, cayó sobre mí la terrible soledad, esa que te deja desnuda, que te arrebata el aliento, que abre un agujero negro en el que caes de manera inconsciente o te dejas hundir.

Esos son los peores instantes en mi existir hasta ahora, todo tiene remedio, todo se cura con cuidados y mimos, pero la desesperanza del vacío, del no existir, del no poder tocar y sentir a las personas que amas es la soledad más desgarradora, lacerante, insultante, la cicatriz que te queda en el alma, no tiene ni siquiera su nombre.

Aprender a estar con ella, es necesario y bueno para conocernos, crecer y amarnos.

Es maravilloso encontrar placer de debatir con uno mismo, no tener dependencia, y saber jugar al juego en el que somos los personajes de nuestros cuentos, nos divertimos con ellos y aprendemos de nuestras capacidades.

Déjate conocer y no corras el riesgo de ser excluida, sino comprendida y amada.

 

“Soledad” por Maria Patrón

¡Qué bien me suena tu nombre, Soledad!
Cuando con voluntad te llamo.
Qué bien me suena tu nombre
cuando tímida me abrazas en las tardes silenciosas
y me cubres con un velo de nostalgia.

Callada me escuchas sin reproches,
yo te cuento mis secretos,
te hago confidente de mis miedos y tú,
me llevas de la mano a un lugar
de paz y sosiego.

Sin embargo amiga mía,
cuando hablar contigo no quiero,
y te deslizas en mis días,
si tu nombre no pronuncio
¿Por qué vienes a visitarme silenciosa
y zalamera?

Me coges por la cintura
y me arrastras y me empujas
hasta el borde de un oscuro abismo,
donde unos rayos de plata me sostienen
y muda vuelvo a gritar tu nombre
¡Soledad!

 

“Invisibles” de Eloísa Pardo

Adela hace ya tres noches que no duerme en su cama, me he dado cuenta porque, cuando paseo por el corredor soleado de la residencia, veo su cama hecha y ella es muy perezosa y se levanta tarde y hace quejarse continuamente a Carmen, la auxiliar, porque dice que ya va todo el día retrasada en sus tareas.

No se ha podido ir con sus hijos porque desde que vino, hace ya unos tres años, no ha recibido nunca visitas.

Varios días ya sin verla y nadie dice nada en el comedor, observo caras de miedo y miradas que huyen cuando se encuentran.

Abelardo tiene muy descuidado el rosal que plantó por sus ochenta y nueve cumpleaños. Se lo he regado un poquito esta mañana para quitarle ese aire vencido a las rosas blancas.

Se mastica un silencio raro en la residencia, no hay ninguna risa ni comentarios maliciosos como antes a la hora de la televisión.

Laura no ha venido hoy a la revisión del médico y por la tarde me ha parecido ver a su hija hablando con la directora del centro. Pero no debe pasar nada malo porque no se le veía triste, miré con disimulo a sus ojos y los tenía secos.

La otra noche me pareció que alguien chillaba, creo que era Fidel. Hoy no le he visto en su silla de ruedas debajo del pino piñonero donde le gustaba quedarse, al fondo del jardín.

Es un viejo testarudo, aunque luego es el primero en emocionarse con las películas de amor, qu lo sé yo. Es viudo desde hace mucho tiempo y no tiene hijos.

Acababa de coger el sueño, cuando unas manos silenciosas y enérgicas me han sacado de la cama. He preguntado dónde me llevaban y no me han respondido. Es Javier, el guarda de noche y Pila, otra de las auxiliares, la rana, como la llamamos todos, por su forma de hablar y que se ha casado hace un par de meses.

Les he vuelto a preguntar qué es lo que pasaba, pero sólo me han devuelto una mirada perdida.

Romper

Por Federico Buyolo García

Llego el momento que estaba esperando. No había pasado ningún día, en los últimos cuatro años, en el que no hubiera pensado en ese momento, el día que ya no tuviera que trabaja más. Era 1 de Septiembre de 2014 y Ángela cumplía 65 años.

Hacía ya cuatro años que su marido había muerto de un infarto. Una vida dedicada a trabajar y trabajar se había acabado de pronto, sin tiempo para disfrutar, hurtándoles su soñada jubilación de viajes y familia. Desde ese fatídico día, la soledad se apoderó de su vida. Ángela se sentía inútil, perdida, abandonada. Era como si hubiera vuelto a nacer, pero sin fuerzas, ni motivación, ni capacidad para afrontar una vida sola.

José, su marido, había sido un hombre educado en una sociedad donde ellos trabajaban y ellas tenían encomendadas las tareas de cuidar de sus maridos, hacer de la casa un hogar y criar hijos que fueran el orgullo de la familia. Sin embargo, ella nunca se sintió protagonista de esa idea de mujer atada al destino de su marido. Hizo oídos sordos a las críticas y empezó a trabajar, con la ayuda de José, como maestra en la escuela del pueblo. Allí permanecería hasta el último día.

El pueblo donde había vivido toda su vida había crecido en los últimos años, quizá algo tarde, no para ella, que ya se había acostumbrado, sino para sus dos hijas que pronto se fueron a la capital en busca de trabajo. Encontraron buenos empleos en la universidad, se casaron y tuvieron hijos que ya no volvieron a aquel pueblo e hicieron de la capital, su hogar.

Tras la muerte de su marido, sus hijas le habían pedido que se fuera a vivir a la ciudad con ellas, pero Ángela no quería abandonar su trabajo, esas almas descarriadas que tantas alegrías y disgustos les daba; ni su hogar, en el que tanto esfuerzo y cariño habían puesto José y ella; ni su barrio, donde todo estaba casi al alcance de la mano, la verdulería de Adelita, la carnicería de Abelardo y como no, la Farmacia de Doña Anabel donde comprar sus múltiples medicamentos; y mucho menos quería perder su club de lectura de los martes, ni sus miércoles de Mus en el centro social junto a su casa.

¿Que más podía necesitar? El colegio le pidió, mil y una vez, que se quedará, que siguiera dando clases, pero ella quería recuperar su vida, volver a sentirse libre. Por primera vez en todo ese tiempo ansiaba ser otra vez ella, soltar ese dolor que le acompañaba, desde la muerte de su marido, librarse de la necesidad de trabajar y por fin poder dedicarse tiempo.

Abandonó la soledad, para únicamente vivir sola. Escribió sus memorias; aprendió a cocinar paella, siempre había querido aprender y nunca llegaba el momento; comenzó a cantar en el coro de la iglesia, y como no, nunca falló a su partida de mus, ni a sus lecturas de los martes. Su casa era todo, su país, su pueblo, su presente y su futuro.

Así fue pasando el tiempo, cumpliendo años, viendo como, por desgracia, cada vez eran más las amigas viudas las que se incorporaban al club de lecturas. Los días se hacían más largos, sus achaques de salud más frecuentes y las visitas de sus nietos, menos habituales.

Todo a su alrededor iba cambiando poco a poco. Las viejas tiendas eran sustituidas por modernos supermercados. Los escalones de su casa, sin saber muy bien porque ley física, seguían creciendo en número y altura. Y las amigas que antes eran habituales en el parque, una tras otra, iban recluyéndose en sus casas viviendo la soledad a solas y sintiendo como sus vidas se apagaban.

Llego a pensar que el universo había decidido urdir un plan para castigarla por sus pecados pasados.

Ángela no estaba dispuesta a dejarse llevar por su desánimo y su falta de fuerza física. Ella no quería correr el mismo destino que Angelita, que sentada en el sillón, con una manta sobre sus rodillas. la muerte la visitó antes de que lo hiciera su familia.

Desde ese día decidió romper con la soledad que le había vuelto a encerrar en sí y volvió a tomar las riendas de su vida. Abrió las ventanas de su casa. Se deshizo de los viejos recuerdos que le ataban a su dolor y desempolvó su colección de viejos libros.

Con mucho esfuerzo y poca destreza, cosió en su viejo abrigo, dos bolsillos internos para poder llevar libros sin tener que coger, con sus débiles manos, un peso que no podría levantar. Agarró al azar los dos primeros libros, los colocó en su nuevo transportador de historias y salió al encuentro de otras soledades hartas de estar solas.

Aquello que había empezado como una terapia propia, se convirtió en poco tiempo en un movimiento organizado de decenas de voluntarios que querían compartir historias que curaran soledades. Todo el pueblo estaba unido a todo el pueblo, juntos hacían una comunidad de personas que amaban a personas. No faltaban manos ni buenas voluntades, incluso Don Bernardo, el párroco de la iglesia donde ella cantaba, instaló una pequeña estantería con los libros que los feligreses iban donado y que ella se encargó de clasificar y organizar con los alumnos de catequesis, que además, los llevaban a todas las personas en cualquier rincón del pueblo. Incluso había conseguido hasta lo más difícil, que Adelita, que perdió hasta su sonrisa cuando cerró la verdulería, ahora volvía a ser feliz acompañada de libros y cuentos que sus propios nietos le leían cada día. Ángela no dejó de regalar historias a todas aquellas mujeres que la caprichosa vida, les había arrebatado su media naranja y al mismo tiempo les daba años de soledad.

Ella siguió leyendo sola en su casa, su hogar. Sus ojos ya cansados no le permitían leer y sus manos dibujaban letras temblorosas, aun así, escribió en todos y cada uno de los libros, «vivir sola, no es vivir en soledad»

Pina, seis minutos de soledad y baile

Por Begoña Moriana López

Como cada mañana Sofía abre los ojos y mira al techo. Estira el brazo hacia la mesilla y tira del cordón del collar de tele-asistencia. Lo coge y se lo coloca en el cuello. A veces piensa, que envejecer, cuando has sido una bailarina casi toda tu vida,  es más desgracia que si no hubieras bailado nunca. Se cambió hasta el nombre. Sofía no es un nombre feo, en absoluto, pero sus compañeras empezaron a llamarle Pina. Fue allá por los ochenta. Su trabajo en la danza contemporánea era tremendamente innovador, casi de igual nivel que la alemana Pina Bausch.  Pero ahora ya tenía ochenta años y se movía con ayuda de un andador. Y además vivía sola, lo que le daba muchas ventajas y, por supuesto, también inconvenientes.

Pina se levanta con esfuerzo de la cama y como cada mañana, llega a la cocina y se prepara su desayuno, no sin antes poner en marcha a su Paco, como ella le llama. Concretamente, con el tema Entre dos Aguas y además en modo bucle. Son cosas de la edad, se dice. Ahora que oye menos, pone lo que le da la gana, las veces que quiere y al volumen que necesita.

Casi todas las mañanas, coloca el andador de manera estratégica para que, cuando acabe el desayuno, le ayude a desplazarse directamente al baño. Más que nada, porque esas semillas de lino que toma cada mañana, hacen un efecto tan rápido en sus delicados intestinos, que en alguna ocasión, casi no llega a tiempo. Sin embargo este día en concreto, ni la estrategia, ni las semillas funcionaron. Una, por desgracia, provocó la catástrofe; la otra, del susto, no hizo efecto y menos mal que no lo hizo.

Después del desayuno, se incorporó de la silla con dificultad y giró su cuerpo como en otras ocasiones. Pero hoy, simplemente, éste no respondió. Su mano temblorosa, quiso asirse al andador, pero no al real, sino a su doble, más difuminado y gris. Un día de estos tendría que preguntar al médico por qué a veces veía doble. Y entonces, erró. Y tras errar, cayó de lado y estrepitosamente contra el duro y frío suelo de la cocina.

Pina, bailarina durante tantos años, sabía con certeza, que ese golpe y el sonido interno que le recorrió por dentro, no era una simple caída. Sus piernas no le respondían y comprobó con espanto, que ni siquiera sentía los dedos de sus pies. Empezó a hiperventilar y con un tremendo dolor, giró su cuerpo para colocarse boca arriba. Un grito desgarrador salió de su garganta y con el rostro bañado en sudor, comenzó a llorar y pedir auxilio.

La cordura, incluso en estos duros momentos, hace acto de presencia y Pina recuerda dos cosas; una, que nadie le oirá porque su Paco toca la guitarra mucho más alto y mejor de lo que ella podría gritar, y dos, que si no aprieta el botón del collar lo antes posible, nadie vendrá en su auxilio. Dicho y hecho. Mientras la música seguía su curso en bucle, apretó el botón y empezó a respirar calmadamente. Con esa calma que te da el saber que estás tomando las decisiones adecuadas. Total, el suelo no se iría más abajo.

Sabía que en breve le llamarían al dispositivo que casualmente tenía colocado en la cocina. Puede que no le oyeran bien, pero ellos intuirían que algo andaría mal, porque sabían de su día a día, casi más  que ella misma. Y también sabían de Paco y su bucle musical. Mientras, decidió hacer lo que siempre había hecho, bailar.

Levantó sus brazos y colocó sus manos para empezar su pieza. Duraba justo seis minutos y estaba empezando de nuevo. Siempre contemporánea e innovadora. Porque como ella decía, se puede tener un cuerpo envejecido y mantener un espíritu joven. Sus movimientos originales y gráciles eran tan bellos, que de no visualizar la escena en su conjunto, nadie diría que se trataba de una persona que acaba de sufrir un accidente.

Mientras sus hombros, antebrazos, muñecas y dedos se desplazaban por el aire al son de la música de su Paco, Pina, con sus ojos cerrados, empezó a derramar preciosos ríos de lágrimas. En su boca apareció la más bella de las sonrisas y todo su rostro se transformó en un remanso de aceptación, no sin dolor, pero aceptación a fin de cuentas. Ahí estaba Pina, en sus seis minutos de soledad y baile.

 

Capturas de una cena

Por Alberto Macías

La vieja asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Sandra leía una revista del corazón mientras se mordía el padrastro del pulgar. Bostezó. Tenía los ojos un poco juntos y las piernas escurridas, pero era un pedazo de morena de belleza indiscutible; era sincera y buena. Era suya. Sobre todas las cosas. Se enganchaban a menudo.

Muchas veces prefería no oír lo que contaba porque dolía, pero nunca se cansaba de mirarla. La thermomix habló y la hizo volver a sus labores. La máquina anunciaba que estaba en el último paso. 5 minutos para terminar la receta. A la vieja le encantaba el cacharro.

Siempre había estado en la calle trabajando, no había sido una mamá al uso, cariñosa ama de casa y experta cocinera, pero si se había manejado bien con los problemas y con una docena de platos que a sus hijos les encantaban.

Ahora todo era tan fácil con aquel invento. La había traído hace un año una chica que además le dio un curso dos veces a la semana durante un mes. Todo a costa de Sandra. Cómo siempre prefería no preguntar por la financiación de aquel lujo. Ya sabía la respuesta: una mentira. La verdad era una ventana a la oscuridad. A las ojeras y el dinero pactado. Cortó un poco de pan y lo metió en un cesto.

Se dirigió al salón, Sandra jugaba en el suelo con unas barriguitas. La vieja le acarició el pelo y se interesó por los deberes. La niña puso mala cara, le costaban las divisiones. Alberto llegó de la calle, se despidió del vecino y cerró la puerta. Venía perdido de barro. Había llovido. Los niños del edificio apuraban el llano de al lado, que había hecho las veces de aparcamiento de autobuses para los hoteles y campo de fútbol, pero que ya estaba vendido para un conjunto de VPO. La vieja se dio cuenta de que su niño se disponía a sentarse en el sofá beige y lo interceptó a tiempo. Lo mandó a la ducha con un pijama bajo el brazo.

De nuevo en cocina, pasó el estofado del vaso metálico de la maquina a una fuente en forma de hoja. Conectó la freidora y sacó la bolsa de patatas pre fritas y extra finas del congelador. El llanto desatado la llevó de nuevo al salón. Sandra había tirado el chupete. La vieja sonrió. La niña luchaba por cogerlo metiendo la manita entre los barrotes de madera del parque. Cosa imposible porque lo había lanzado casi a un metro. Esta niña va a ser fuerte, pensó mientras le ponía el chupete en la boca y la consolaba en brazos.

Alberto llegó del baño, venía fumando. La vieja lo miró mal y le señaló el cenicero que estaba en el poyete de la ventana. Él la atrajo hacia allí y le habló con tono grave y entrecortado: no quería seguir estudiando, un amigo le había dicho de ayudar en una empresa de reformas. Ya tenía 19 años y seguía enganchado en el instituto. No merecía la pena seguir, todos lo sabíamos. La vieja se tragó su opinión, como siempre. Él la abrazó con mucha fuerza y la besó en el hombro. La vieja arrastró la mesita junto a la ventana. Preparó los tres platós con sus cubiertos correspondientes, vasos, una jarra de agua y una litrona.

Sonó el teléfono: Sandra desde Londres. Todo iba bien, todo iba bien. Todo normal. Todavía no tenía pensado volver. Se la notaba cansada, se callaba algo. Cuando colgó, la vieja se quedó mirando hacía la calle. Los dos niños salían del portal con sus mochilas. Se iban de vacaciones con su padre por primera vez. Se quedaron parados delante del Ford Escort metalizado mientras el padre guardaba el equipaje y la nueva mujer les ayudaba a subir detrás. Cuando lo hubieron hecho, ella puso a su bebé encima de las rodillas de Alberto, los enganchó a los dos con el cinturón de seguridad y montó en el sitio del acompañante. Llevaba un vestido ancho, andaba con gracia y buen tipo.

El coche arrancó. Alberto padre deslizó los ojos hacia la ventana un instante antes de marcharse. La vieja tragó saliva y se metió para adentro. Camino a la cocina, tropezó con sus nietos. Los niños estaban tirados en el suelo y discutían por una Tablet con dibujos. Acudieron al sofá a quejarse el uno del otro. El yerno y la nuera los calmaron y volvió la paz. Los dos hermanos charlaban de pie junto a la mesa de la comida, Sandra estaba pensando en montar un bar de shisha, Alberto la desanimaba: he estado mucho en la hostelería, esa moda no va a durar, niña.

Por fin la vieja lo tenía todo listo. Sirvió las patatas en una bandeja de acero inoxidable forrada de papel de cocina. La llevó a la mesa junto a la fuente de la carne. Dio una voz en el pasillo para llamar. El niño, desde su cuarto, contestó que ya iba. Se sentó a esperarlo. Se puso las manos en los riñones. Estaba reventada. Aquella semana, se había cargado sola la pintura de la casa ella sola. Tenía la barriga ya muy caída, estaba a punto. Esta segunda vez había cogido 20 kilos. Se puso la mano junto al ombligo y notó un pequeño empujón. Sandra, pensó, esta niña viene dando guerra.

La vieja miró hacia la puerta. Sus hijos entraban con la mirada gacha. A Alberto le quedaba ya poco pelo. Sandra lucía profundas arrugas en el contornó de la boca y le sobraba chándal por todos lados. Los dos colaboraron para meter las cosas de su madre en una serie de cajas que apilaban en tres bloques: mi casa, tu casa y la beneficencia. Hicieron un descanso y Fumaron en silencio, cada uno con su cenicero en las rodillas. Llamaron de la inmobiliaria. Alberto se retiró hacía el pasillo para hablar. Sandra, desconfiada, apagó el cigarro y lo siguió.

La vieja retiró la silla y sentó. Sirvió en su plato una tapita de carne y algunas patatas. El resto iría directo de la fuente al táper de los estudiantes que vivían en el piso de enfrente. Pulsó el 5 del mando de la tele. Sonó cualquier cosa de fondo. Comprobó que el sol aún no se había puesto antes de dar el primer bocado. No le gustaba que se le hiciera muy tarde. Cenó sola.

Cosiendo con mi soledad

Por Centro de salud de Ofra (Tenerife)

Después de 45 años levantándome a las seis de la mañana, hoy con 65 años y un día, me veo vagando sola por mi casa. Me he puesto a hacer el café y, a la vez que
sonaba el pitido de la cafetera, he oído el timbre de la puerta.

Extrañada, al abrirla no he encontrado a nadie, pero en la oscuridad del rellano sentí que la soledad se colaba para siempre. La he invitado a tomar café y, ya puestos, he empezado a contarle parte de mi historia… como cuando dejé de ser niña el día que evité el suicidio de mi madre, tras ser abandonada por nuestro padre.

En aquella España de la posguerra, pronto me tuve que poner a trabajar. Aprendí a coser y eso me trajo a esta isla, como sastra, en busca de un futuro mejor.

Coser…Coser… Voy a ponerme un rato.

Hoy cumplo 70 años, aquí con mi café y mi única invitada, que ya casi viene a diario, sobre todo en los últimos tiempos, en los que mis amigos han desaparecido de mi vida, al mismo ritmo que el dinero.

“Casa no hará, quién hijos no ha”. Cuántas veces se lo habré oído decir a mi madre mientras me dedicaba a sacar adelante mi pequeña empresa de costura.
“Si te casas conmigo, dejarás de coser”. Cuántas veces se lo habré oído decir a mi pretendiente, mientras peleaba por mantener mi pequeña empresa a flote.

Hay días, como éste, en los que pienso que mi madre tenía razón, pero también recuerdo su desesperación cuando la abandonó mi padre, sin oficio ni beneficio.

Me pondría a coser para no pensar, pero, la verdad que tengo muy poca costura.

Varias semanas de visitas al hospital, entre pruebas y especialistas y he acabado ingresada, por primera vez, a mis 73 años. Esto se lo debo a mi enfermera del centro de salud, tras atreverme a contarle que llevaba varios días amaneciendo con la almohada ensangrentada. Estos últimos años ella ha sido mi ángel de la guarda.

Nadie ha venido a verme al hospital y nadie habrá cuando regrese a casa. Ya empiezo a oír que lo mejor sería para mí vivir en un centro de mayores, pero yo no veo la hora de salir de aquí y volver a mi casa, sentarme en mi sofá y enhebrar mi aguja.

Aguja…hilo…ojal…..aguja…hilo….ojal…….ya solo tengo una clienta, esta maldita Soledad que se ha empeñado en seguirme en mi camino.

Me caigo, vuelvo a ingresar. Me caigo y vuelvo a ingresar.

Las caras de los sanitarios que me atienden reflejan el mismo interrogantereproche:

“¿Qué hace un mujer sola, enferma y mayor, viviendo sola?”. Entiendo que ellos, desde su juventud, no aprecian tanto como yo el estar en su hogar, rodeados de sus recuerdos. No dejo de pensar que, después de 45 años luchando por ser independiente y renunciando, por ello, a buscar el amor y tener mi propia familia, esta sociedad sólo puede ofrecerme la reclusión en unos cuantos metros cuadrados de cualquier habitación de un centro de ancianos, para que no me caiga, para que no moleste…

Pero supongo que éste es el precio que debo pagar por haber querido ser la dueña de mi vida.

Miro de frente a mi única amiga y comprendo, al fin, que desde siempre he estado cosiendo para ella.

Por mí

Por Elena Fornas

Me duele todo el cuerpo. Mis huesos no pueden conmigo, o yo no puedo con ellos. Ya no sé lo que es, o mejor, no sé lo que me ha pasado para tener que estar en esta situación. A veces desearía no haber llegado.

Miro mi antigua foto. 27 años tenía cuando sonreía y me agarraba por el cuello de mi hermana. Quiero volver a esa época llena de vitalidad, llena de gente a la que quiero. Quiero volver a ese lugar donde los días no son una cuenta atrás inevitable, donde no tengo que ser testigo de como aquellos que siempre han estado a mi lado dejan de estarlo de un día para otro.

Agarro el marco y deseo que no se hubiera ido hace dos años. Todo ha sido tan complicado desde que murió…

Bajo la mirada. Las manchas de mis piernas quieren decirme algo y no lo quiero escuchar. Vuelvo a mirar la foto. Me doy cuenta de mis arrugas una vez más. Son los años los que intentan destruirme. Es la soledad la que quiere que me rinda.

Y lo quiero hacer, claro que quiero hacerlo, todo sería tan fácil…pero no puedo. Quiero luchar. Eso es lo que he aprendido a hacer durante toda mi vida.

Cuando me caía, mi madre siempre me decía que no era nada, que debía levantarme para seguir.

Cuando estaba mal, mi padre siempre me decía que se me pasaría, que de todo lo malo se aprendía algo bueno.

Cuando ellos murieron, mi hermana me enseñó que nadie se va completamente, que ellos siempre viven en ti gracias a lo que te enseñaron.

Ahora sé que no estoy sola, pensaba que me abandonaron y, en realidad, me regalaron lo mejor que se le puede dar a alguien: fuerza y esperanza. Me levanto cada día y pienso: por ellos.

Por el adiós que no pude dar.
Por el sueño que ella no pudo cumplir.
Por los abrazos que no nos llegamos a dar.

Me levanto del sillón y abro el armario. Cojo una caja dorada y levanto su tapa con mucho cuidado. Aunque sé perfectamente lo que hay dentro, sonrío como si fuera la primera vez que veo aquel vestido rojo. Aún recuerdo como me sentí cuando lo abrí al cumplir los 50 años; parece mentira que hayan pasado 30 años desde entonces.

Hoy me lo pongo, no porque sea un día especial, sino porque quiero celebrar que estoy aquí, que he perdido a gente pero también la he ganado. Hoy celebro que me he sido fiel a mí misma a pesar de que el mundo pusiera todo en mi contra. Hoy brindo porque soy fuerte, soy feliz, soy yo, más viva que nunca.