Los colores de Nemesia son los colores de Amalia
Por Manuel Cortés
Doña Nemesia fue nuestra vecina toda la vida. La puerta de su casa estaba frente a la nuestra. Tenía casi noventa años. Y aunque siempre refiriera encontrarse bien, apenas salía de casa. De hecho, no iba más allá del portal. Su hijo, su nuera o esa joven que les ayuda, se pasaban por su casa a días sueltos para dar una vuelta, comprobar cómo se encontraba, llevarle comida y sacar la basura. Martes y viernes acudía otra señora durante dos horas a realizar labores de limpieza, pero al no hablar español apenas se podían entender. Sin embargo y pese a ello, cada vez que tenía cualquier problema, doña Nemesia pulsaba nuestro timbre en busca de soluciones: que si tengo miedo porque oigo ruidos, que si pudierais ir a comprarme pan, que si me siento sola y quiero estar con vosotros, que si sufro de mareos y me pudiese usted valorar…
- – ¡Sois unos vecinos encantadores! –nos repetía-. Menos mal que os tengo cerca.
Y es que en mi condición de médico y en nuestra compañía, doña Nemesia halló siempre una tabla de confianza en la que apoyarse ante cualquier imprevisto.
Aun cuando ella nos parecía muy buena persona, aquella situación comenzaba a desbordarme. ¡Había días que llamaba dos y tres veces!
- – ¿Si su familia pasa tanto, por qué tenemos que hacernos cargo nosotros? ¿Acaso no hay residencias para mayores? ¡Su nuera ni siquiera saluda! –compartiría con mi mujer-. A veces llama en el momento más inoportuno, como aquél a las tres de la mañana porque no puede dormir… A veces se sienta en el salón para jugar con los niños y después no hay forma de que se vaya… A veces ni siquiera paga lo que le hemos comprado en la tienda.
Mi mujer asentía a medias, poniendo mesura a mi desazón.
Sin embargo había alguien entre nosotros que estaba realmente encantada con aquellas visitas: mi hija Amalia. A sus tres añitos sonreía con las carantoñas de doña Nemesia. Le pedía que le contara algún cuento, y esta alguno le contaba… Le pedía que le regalase un chuche, y esta alguno le regalaba… Le pedía que le diese un beso, y esta alguno le daba… A cambio, Amalia le hacía cada noche antes de dormir un dibujo de colores, muchos colores, que al día siguiente –cuando salíamos camino del cole- le dejábamos sobre el felpudo de su puerta. Y cada vez que bajábamos a la calle, la pequeña miraba hacia la ventana de doña Nemesia para saludarle. Porque la mujer estaba siempre allí; puntual a nuestra salida y nuestra llegada para obsequiar con los buenos días, las buenas tardes o las buenas noches a esa chiquilla tan especial.
Ciertamente, la relación entre Amalia y doña Nemesia resultó de lo más particular. La niña se interesaba una y mil veces por los asuntos de esta:
- – ¿Por qué no puede vivir con nosotros?
Por su parte, la mujer se perdía en excusas cada vez más peregrinas para pulsar nuestro timbre y pasar un rato junto a la niña.
- – ¿Podéis prestarme un poco de perejil? –pregunta mientras esboza otra sonrisa al verla.
Cierta tarde supimos por unos amigos que habían ingresado a doña Nemesia en el hospital. ¡La verdad es que llevaba unos días sin llamarnos! Al parecer se cayó en el baño, rompiéndose la cadera. Durante aquellos días, mi hija preguntó cien veces por ella…
- – ¿Dónde está?, ¿cuándo va a venir?, ¿por qué está malita?
…Y le siguió pintando cada día un dibujo de colores, muchos colores, para que se lo hiciéramos llegar.
Una mañana fui al propio hospital a entregárselos en mano. Me dijeron que había tenido complicaciones y que se encontraba francamente mal. Según parece, sus pulmones se habían encharcado a consecuencia de una infección. Estaba en la Unidad de Cuidados Intensivos.
A pesar de las circunstancias, entré a verla. Estaba como ausente, pensé que no me reconocería… Pero al mostrarle uno a uno los dibujos de Amalia, me miró y sonrió.
Le dejé aquellos folios rebosantes de colores sobre la mesa con la esperanza de que pudiera verlos cuando se recuperase. Sin embargo, esa misma noche falleció.
Dos días después, al regresar del entierro, su hijo llamó a la puerta de nuestra casa para darnos las gracias. Gracias por todos los detalles que tuvimos para con su madre, por haber sido tan buenos vecinos… Gracias por haberle permitido colocar uno de esos dibujos sobre aquel ataúd, como ella le había pedido. Fue su última voluntad… Y gracias en especial por tantos trazos de Amalia que habían conseguido poner una pincelada de color en aquel último año de Nemesia. Luego me invitó a pasar a su casa. Y en ella contemplé los dibujos de mi hija pegados con celo por todos los rincones, por todas las paredes, por todos los muebles… ¡De colores, muchos colores! Tantos que no permitió nunca que nadie se los quitara. E incluso cierto martes discutió con la señora de la limpieza porque quiso tirarle alguno a la basura.
Reconozco que en ese instante me emocioné. Estaba descubriendo lo que mi hija Amalia había significado para mi vecina Nemesia; que los colores de la una eran los colores de la otra. Y es que ambas se dieron mucho más de lo que jamás hubiese imaginado.
Al volver a casa con el alma estremecida, descubrí a mi pequeña haciendo otro dibujo. De colores, por supuesto. ¡De muchos colores!
- – Es para la vecina, que ahora vive en el cielo.
Mamá había hablado con ella.
Nos dimos un abrazo enorme y entre los tres ideamos cómo se lo haríamos llegar.