La chica de Teruepies

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Por el Centro de Día Municipal de Alzheimer ‘Carmen Conde’ (Madrid)

Podría empezar este relato con “Erase una vez”, o “En un lugar de la Mancha…”; pero nunca pensé que iba a escribir la historia de mi vida, aunque yo siempre he dicho que parecía una novela.

Empecemos por el principio, me llamo Eva (me he tomado la licencia de ponerme un nombre ficticio porque a pesar, de que mi vida es mía, no quiero herir la sensibilidad de mis seres queridos).

Pues eso, me llamo Eva y tengo 88 años.

Nací en Teruel y soy la mayor de cuatro hermanos. Los primeros recuerdos de mi infancia no son malos; es más, si tuviera que definir ese momento de mi vida sería feliz. Mis padres, eran conserjes de un polideportivo y como no podría ser de otra manera, mis hermanos y yo jugábamos siempre con una pelota en los campos de fútbol. Tampoco es de extrañar, que terminara jugando en un equipo mixto, en el que llegamos a clasificarnos en buena posición.

Cuando cuento esta parte de mi vida, me suelen preguntar que si tuve algún problema al jugar al futbol con chicos, pero tengo que reconocer que jamás me sentí excluida por el hecho de ser mujer.

Cuando empiezo a dejar de ser tan niña y comienzo mi adolescencia me doy cuenta de que las cosas en casa no van tan bien y que no son tan estupendas como yo pensaba. Poco a poco me doy cuenta de que mi padre no trataba bien a mi madre, hasta el punto de ponerle varias veces las manos encima. Me di cuenta en ese momento que quizá podría tocarme a mi cuando se cansara de ella, es más, llegue a amenazar a mi padre diciéndole que si intentaba hacerme lo mismo cogería una de sus escopetas de caza y que no me temblaría la mano. Ese día tomé la decisión de que la vida que llevaba mi madre yo no la quería para mí, y que en cuanto pudiera, dejaría mi casa y me iría lejos.

Y así lo hice, cuando cumplí 18 años cogí mi maleta y me vine a Madrid. Aquí tengo que hacer una gran mención a mi madre, porque si no fuera por ella no hubiera podido; ese día en la estación de tren, me dio el poco dinero que tenía y me dijo que era para “que tuviera la vida que ella no había podido tener”. Así que me subí en ese tren, dejando atrás a mis hermanos y a mi madre. Rumbo a una ciudad que no conocía, donde no tenía ningún amigo, donde no tenía casa, y donde tampoco tenía trabajo.

Pero llegué a la estación de Atocha, y cuando llegué sabía que el destino tenía guardado algo bueno para mí, porque cuando miré a mí alrededor, era como si ya hubiera estado allí. Y de alguna manera lo había hecho. Gracias Tony Leblanc, Conchita Velasco, José Luis López Vázquez, por enseñarme a través de vuestras películas los rincones de Madrid y orientarme en esta aventura que empezaba.

Tomé rumbo por la calle Atocha y llegué hasta la Plaza de Lavapiés sin preguntar a nadie, hasta que me topé con una churrería y entré. El destino me iba poniendo señales en el camino, porque cuando entré a esa churrería con mi maleta y mis trenzas, vi un cartel detrás de la barra que decía “Se alquila habitación para señoritas en la C/ Buenavista”.

Cuando el churrero me preguntó qué quería, le dije que saber dónde estaba la calle Buenavista.  Creo que mi apariencia de muchacha de pueblo recién llegada a la capital me ayudó, porque el churrero me dijo que si me esperaba me acompañaba personalmente ya que conocía a los dueños de la casa.

Me pareció un buen plan, así que me tomé un café con porras e imaginé todo lo bueno que me deparaba el día.

Cerró la churrería y fuimos a la casa, donde abrió la puerta un matrimonio encantador con el que mantuve una charla muy animada y donde se decidió que esa misma noche ya podía  quedarme allí. Este matrimonio me trató como la hija que nunca tuvieron, les ayudaba en las tareas de la casa, compraba la comida, pero a mí lo que me hacía falta era un trabajo, porque no quería abusar de su hospitalidad.

Así un día el señor de la casa me dijo que un conocido suyo estaba buscando una camarera en un bar cercano por si podía interesarme. Y claro allí me fui, y al día siguiente empecé a trabajar. Yo nunca había trabajado de camarera, pero me veía muy “suelta”, hablaba con los clientes, conocía a gente del barrio, hacía mis amistades, así que no es de extrañar tampoco que en uno de esos días apareciera por el bar Adán (también me he tomado la licencia de cambiarle el nombre), un chico guapísimo, ebanista y muy gracioso. Él me vio, yo le ví y de la manera más natural empezó a venir más asiduamente al bar y comenzamos nuestra relación.

Habían pasado 7 años desde que esa muchacha de trenzas y maleta llegara a Madrid con una mano delante y otra detrás, y ahora me veía con una familia de acogida maravillosa, con un trabajo donde poco a poco ascendía y ahora con un señor al lado que me hacía muy feliz.
Así que con tanta felicidad pasó lo que tenía que pasar, me quedé embarazada…
Claro ahora a lo mejor no pasa nada, pero en mi época, quedarte embarazada sin estar casada era pecado mortal, asique no sabía cómo exponer en casa la situación, porque pensé que me echarían a la calle, pero tampoco podía ocultarlo durante mucho tiempo. Y tenía muy claro que no quería casarme, yo estaba muy agusto como estaba.

Bueno una tarde, tomé el valor suficiente para ponerles al día de mi nueva situación, con la maleta preparada por si acaso; y su reacción no se hizo esperar, el abrazo que me dieron y la alegría que me trasmitieron porque iban a ser abuelos me dejó totalmente sin palabras. Es más, me dijeron que ya estaba tardando en llamar a Adán para que viniera a vivir conmigo porque por ellos no habría ningún problema. Y así lo hicimos.

Cuando nació mi hija la trataron como si realmente fuera su nieta y jamás recriminaron que Adán y yo no estuviéramos casados, sino todo lo contrario. Pero la vida tiene un ciclo, y el suyo terminó, después de 20 años viviendo con ellos la edad y la pena se los llevaron por delante, pero antes de marcharse me dejaron en herencia su casa, que es la actual en donde vivo. Así que hasta el final fui para ellos su hija.

La vida pasó, mi hija creció, Adán y yo seguimos juntos, seguí ascendiendo en el bar llegando a ser la jefa de cocina. Pero, como todo no puede ser tan bonito siempre, a Adán también le llegó su momento, y fue entonces cuando volvió a preguntarme si quería casarme con él (durante estos años lo intentó varias veces, pero yo soy muy tozuda), me decía que no podía irse tranquilo sabiendo que no me dejaba en buenas manos y con la vida resuelta. En ese momento le dije que sí, pero ¿cómo lo íbamos a hacer si los médicos le daban días y tampoco podíamos salir del hospital? Pues si “Mahoma  no va a la montaña…” pues que el sacerdote venga a casarnos al hospital… y así fue. Dos días antes de marcharse Adán, nos casamos. Se lo debía después de toda una vida respetando mi decisión de no querer casarme, ahora me tocaba a mí devolverle el favor y que se marchara en paz sabiendo que me había dejado con todos los derechos como viuda.

Así que ahora empezaba otra vez mi vida, mi vida de viuda. Mi hija ya se había independizado y había hecho su vida, y ahora me tocaba a mí empezar de nuevo.

Mi barrio, todo hay que decirlo, ha cambiado bastante, hay gente que dice que vivo en un barrio complicado, que hay mucha bronca…pero a mí me parece que es un barrio maravilloso, que tiene mucho ambiente, que aprendes de las culturas de todos, y lo que yo digo, si a mí me acogió cuando vine de Teruel, ¿por qué no acoger a todos los que vienen de fuera?

Ahora ya, lógicamente no trabajo, me jubilé y con mis 84 años sigo manteniendo mis amistades de siempre con las que juego a las cartas, y sigo viviendo en mi casa de siempre y en mi barrio de siempre.También, como la edad no perdona, acudo a un centro de día del barrio para trabajar la memoria.

Creo que mi vida no ha sido fácil y recordándola me doy cuenta de las luces y las sombras que ha tenido, pero al final, nunca podemos tirar la toalla, y tenemos que luchar contra las adversidades, porque siempre sale la luz, aunque parezca que está todo muy oscuro.
A día de hoy sigo siendo igual de rebelde, y aunque no sé lo que me queda por vivir, sé que lo que me queda, quiero vivirlo a mi manera, sin ataduras y siendo libre, para el día que me vaya definitivamente pueda irme tranquila sabiendo que el sacrificio que hizo mi madre valió la pena, porque verdaderamente pude vivir la vida que no pudo tener.

CENTRO DE DIA CARMEN CONDE.  C/Ave María, 6, 28012 (Madrid)

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