La abuela de la Plaza
Por Carmen Santamaría Alonso
Alicia se ha retrasado en el supermercado. Los niños empezaban a aburrirse y a mí se me estaban acabando las historias. Así que cuando he vuelto a casa he subido a pedirle a Nieves los libros de sus sobrinos. Los cuentos son antiguos, pero yo me apaño bien para darles la vuelta y convertirlos en historias actuales.
En el ascensor he coincidido con Lucía, la inquilina del piso de al lado. Es una chica muy atenta, pero tiene la manía de preguntarme por mi estado de salud en cuanto me ve. Siempre hay algo que me duele o me molesta en alguna parte de mi cuerpo, pero a Lucía no se lo digo. Le contesto que estoy bien. Me fastidia gastar el tiempo en hablar de dolencias y medicinas. Bastante tengo con las charlas que me trago en las esperas del consultorio. ¡Qué afán de narrar operaciones y tratamientos farmacológicos! Pues sí, señoras, tenemos goteras. Si las de cincuenta tienen achaques, ¿qué no tendremos las de setenta? Pero yo prefiero hablar del tiempo, de las obras que están haciendo en el barrio, de la serie que estrenaron ayer en televisión.
Con Lucía hablo del libro que traigo prestado de la biblioteca, de las noticias que he escuchado en la radio, de los niños de Alicia y de sus amiguitos. Y noto que a Lucía le complace la conversación más que si me pusiera a quejarme de lo mal que he dormido esta noche.
No espero que Lucía deje de verme como una señora anciana, pero procuro evitar que me vea como una señora anciana pesada y aburrida.
Yo creo que es el aburrimiento, y no las dolencias, lo que más nos perjudica a estas edades. Tenemos que dejar de ser pesadas y aburridas, les digo a las amigas que me quedan en la tertulia. Tenemos que divertirnos. Ellas se ríen y me contradicen. Se hacen las remolonas cuando les sugiero que vayamos esa semana al cine o al teatro. Una dice que tiene que cuidar a los nietos, otra que está cansada, otra que hace frío, otra que hace calor. Menos mal que al final consigo que una o dos consientan en ir a ver una película. O una exposición.
La que se apunta a todas es Micaela. Es la mayor de la tertulia, porque anda cerca de los ochenta, pero ¡qué energía la de esta mujer! ¡Y qué memoria! Fue profesora de arte en un instituto y si vas con ella a un museo te lo va explicando todo como si todavía estuviera en activo.
He dejado a Lucía en nuestra planta y he subido a casa de Nieves.
Le he pedido los libros infantiles y le he preguntado si necesita que también le coja el pan mañana. Nieves está con uno de sus catarros y no sale de casa. Me ha prometido que cuando se cure bajará a dar un paseíto hasta la plaza. A Nieves le cuesta mucho andar, pero como se encierre en casa se va a morir de tristeza.
Tendría que venirse conmigo a estar con los niños de Alicia. Los cuido los martes y los viernes. Vienen de la clase de inglés hacia las seis y cuarto y se quedan un rato en los columpios, mientras Alicia hace compras y recados. Alicia vive dos portales más abajo. Yo la conozco desde que era cría porque su madre era la dueña de la peluquería a la que yo iba a peinarme cuando todavía me teñía las canas.
A los niños los vigilo mientras juegan. Cuando se cansan de columpiarse y de rebozarse en la tierra, se sientan y me piden que les cuente una historia. Como no he tenido nietos, al principio me pillaron inalbis. Entonces Nieves me prestó los libros de sus sobrinos, en los que hallé inspiración. Ahora invento historias cuyos protagonistas son niños que se parecen a los de Alicia, con gustos parecidos, con problemillas semejantes a los suyos. Algunas tardes se nos juntan otros niños de la plaza, se colocan frente a nosotros y escuchan mis historietas. Hasta doce oyentes llegué a contar un día.
A Nieves la tengo que convencer para que se venga conmigo. Los niños de Alicia dan mucha alegría. Alegría de vivir. A ver si consigo que a Nieves también se la contagien.