Esperanza
Por Ana Hernández Rodríguez
—¡Ha muerto! —dijo María con tristeza, sosteniendo el ave entre las manos. Después de que los hijos se hicieran mayores y se marcharan de casa para vivir su vida y la reciente muerte de su esposo, la única compañía que tenía María, a sus setenta y dos años de edad, era su canario que con el canto aliviaba la falta de afecto y la añoranza del pasado, cuando sus tres hijos correteaban por la casa llenándola de vida y de alegría.
El recuerdo de las personas queridas que ya no estaban a su alrededor, y ahora la muerte de Pepín, que así se llamaba su compañero de plumaje amarillo, fue la gota que colmó el vaso y lo que originó que se filtrara en la piel de aquella mujer, una nostalgia difícil de sobrellevar.
A los pocos días Soledad llamó a la puerta y María abatida por la pena le permitió entrar. Soledad se instaló cómodamente en la casa, preparándole el desayuno por la mañana y recordándole a la hora de comer que tenía que tomarse las pastillas de distintos colores. Después de cenar y antes de irse a dormir cerraba las persianas para que la claridad matutina no la despertara. Llegó un momento en que María no podía desprenderse de Soledad.
Al poco tiempo volvieron a llamar a la puerta y María, debido al abatimiento que sentía, también dejó que entrara Tristeza. Soledad y Tristeza se hicieron muy amigas y seguían a María a todas partes; incluso cuando se sentaba a ver la televisión ellas también se aposentaban en el sofá a su lado. La acompañaban también cuando iba al supermercado e incluso a la visita del médico.
Llegó un momento que se habían arraigado tanto a la vida de aquella mujer que le resultaba del todo imposible liberarse de ellas. Deambulaban por la casa como si fuera suya, invadiendo cada rincón y cada poro de María, consumiéndole la poca energía que aún le quedaba y robándole las ganas de vivir.
Cuando Soledad y Tristeza ya se habían apoderado por completo de María, volvieron a llamar a la puerta, y, al abrir, resultó ser Esperanza. Entró y habló con María, a quien convenció para que las echara de su vida inmediatamente.
María, aconsejada por Esperanza, decidió salir de casa y luchar contra ellas. Cuando volvió, todavía estaban viendo la televisión, aposentadas en el sofá, esperándola cómodamente, pero se sorprendieron al descubrir que aquella mujer parecía más animada que cuando había salido y les dijo que no la siguieran que hoy, ella es quien iba a hacer la cena y también quien tomaría aquellas odiosas pastillas de colores sin necesidad de que nadie se lo recordara; y ella misma cerraría las persianas antes de acostarse sin que Soledad y Tristeza estuvieran recordándole
su insistente presencia. Desde entonces salía sola de casa, sin que ellas dos la acompañaran y volvía con mejor humor, contenta, esperanzada y con ánimo para echarlas de su vida. Y se dio cuenta de que cuanto más alegre se sentía, más se debilitaban Soledad y Tristeza hasta que cansadas de que María las apartara de su vida, salieron de su casa para no volver y María, se cargó de energía sintiéndose más viva y con una fuerza interior que antes no poseía. —¿Cómo lo has logrado? —le preguntó Esperanza. —Con el reconocimiento y la estima María le explicó a Esperanza que en el supermercado había oído comentar que en una asociación del barrio necesitaban personas para colaborar con ellos; fue a verles y desde que participa activamente en ayudar a personas que necesitan echar de sus casas a la temida Soledad y la terrible Tristeza y desde que ha puesto todas sus fuerzas en ello se siente valorada y útil, y Felicidad ha llegado y se ha instalado junto a ella. Esperanza sonríe, abre la puerta y se marcha. María ya no la necesita.