Cosiendo con mi soledad

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Por Centro de salud de Ofra (Tenerife)

Después de 45 años levantándome a las seis de la mañana, hoy con 65 años y un día, me veo vagando sola por mi casa. Me he puesto a hacer el café y, a la vez que
sonaba el pitido de la cafetera, he oído el timbre de la puerta.

Extrañada, al abrirla no he encontrado a nadie, pero en la oscuridad del rellano sentí que la soledad se colaba para siempre. La he invitado a tomar café y, ya puestos, he empezado a contarle parte de mi historia… como cuando dejé de ser niña el día que evité el suicidio de mi madre, tras ser abandonada por nuestro padre.

En aquella España de la posguerra, pronto me tuve que poner a trabajar. Aprendí a coser y eso me trajo a esta isla, como sastra, en busca de un futuro mejor.

Coser…Coser… Voy a ponerme un rato.

Hoy cumplo 70 años, aquí con mi café y mi única invitada, que ya casi viene a diario, sobre todo en los últimos tiempos, en los que mis amigos han desaparecido de mi vida, al mismo ritmo que el dinero.

“Casa no hará, quién hijos no ha”. Cuántas veces se lo habré oído decir a mi madre mientras me dedicaba a sacar adelante mi pequeña empresa de costura.
“Si te casas conmigo, dejarás de coser”. Cuántas veces se lo habré oído decir a mi pretendiente, mientras peleaba por mantener mi pequeña empresa a flote.

Hay días, como éste, en los que pienso que mi madre tenía razón, pero también recuerdo su desesperación cuando la abandonó mi padre, sin oficio ni beneficio.

Me pondría a coser para no pensar, pero, la verdad que tengo muy poca costura.

Varias semanas de visitas al hospital, entre pruebas y especialistas y he acabado ingresada, por primera vez, a mis 73 años. Esto se lo debo a mi enfermera del centro de salud, tras atreverme a contarle que llevaba varios días amaneciendo con la almohada ensangrentada. Estos últimos años ella ha sido mi ángel de la guarda.

Nadie ha venido a verme al hospital y nadie habrá cuando regrese a casa. Ya empiezo a oír que lo mejor sería para mí vivir en un centro de mayores, pero yo no veo la hora de salir de aquí y volver a mi casa, sentarme en mi sofá y enhebrar mi aguja.

Aguja…hilo…ojal…..aguja…hilo….ojal…….ya solo tengo una clienta, esta maldita Soledad que se ha empeñado en seguirme en mi camino.

Me caigo, vuelvo a ingresar. Me caigo y vuelvo a ingresar.

Las caras de los sanitarios que me atienden reflejan el mismo interrogantereproche:

“¿Qué hace un mujer sola, enferma y mayor, viviendo sola?”. Entiendo que ellos, desde su juventud, no aprecian tanto como yo el estar en su hogar, rodeados de sus recuerdos. No dejo de pensar que, después de 45 años luchando por ser independiente y renunciando, por ello, a buscar el amor y tener mi propia familia, esta sociedad sólo puede ofrecerme la reclusión en unos cuantos metros cuadrados de cualquier habitación de un centro de ancianos, para que no me caiga, para que no moleste…

Pero supongo que éste es el precio que debo pagar por haber querido ser la dueña de mi vida.

Miro de frente a mi única amiga y comprendo, al fin, que desde siempre he estado cosiendo para ella.

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