Capturas de una cena

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Por Alberto Macías

La vieja asomó la cabeza por la puerta de la cocina. Sandra leía una revista del corazón mientras se mordía el padrastro del pulgar. Bostezó. Tenía los ojos un poco juntos y las piernas escurridas, pero era un pedazo de morena de belleza indiscutible; era sincera y buena. Era suya. Sobre todas las cosas. Se enganchaban a menudo.

Muchas veces prefería no oír lo que contaba porque dolía, pero nunca se cansaba de mirarla. La thermomix habló y la hizo volver a sus labores. La máquina anunciaba que estaba en el último paso. 5 minutos para terminar la receta. A la vieja le encantaba el cacharro.

Siempre había estado en la calle trabajando, no había sido una mamá al uso, cariñosa ama de casa y experta cocinera, pero si se había manejado bien con los problemas y con una docena de platos que a sus hijos les encantaban.

Ahora todo era tan fácil con aquel invento. La había traído hace un año una chica que además le dio un curso dos veces a la semana durante un mes. Todo a costa de Sandra. Cómo siempre prefería no preguntar por la financiación de aquel lujo. Ya sabía la respuesta: una mentira. La verdad era una ventana a la oscuridad. A las ojeras y el dinero pactado. Cortó un poco de pan y lo metió en un cesto.

Se dirigió al salón, Sandra jugaba en el suelo con unas barriguitas. La vieja le acarició el pelo y se interesó por los deberes. La niña puso mala cara, le costaban las divisiones. Alberto llegó de la calle, se despidió del vecino y cerró la puerta. Venía perdido de barro. Había llovido. Los niños del edificio apuraban el llano de al lado, que había hecho las veces de aparcamiento de autobuses para los hoteles y campo de fútbol, pero que ya estaba vendido para un conjunto de VPO. La vieja se dio cuenta de que su niño se disponía a sentarse en el sofá beige y lo interceptó a tiempo. Lo mandó a la ducha con un pijama bajo el brazo.

De nuevo en cocina, pasó el estofado del vaso metálico de la maquina a una fuente en forma de hoja. Conectó la freidora y sacó la bolsa de patatas pre fritas y extra finas del congelador. El llanto desatado la llevó de nuevo al salón. Sandra había tirado el chupete. La vieja sonrió. La niña luchaba por cogerlo metiendo la manita entre los barrotes de madera del parque. Cosa imposible porque lo había lanzado casi a un metro. Esta niña va a ser fuerte, pensó mientras le ponía el chupete en la boca y la consolaba en brazos.

Alberto llegó del baño, venía fumando. La vieja lo miró mal y le señaló el cenicero que estaba en el poyete de la ventana. Él la atrajo hacia allí y le habló con tono grave y entrecortado: no quería seguir estudiando, un amigo le había dicho de ayudar en una empresa de reformas. Ya tenía 19 años y seguía enganchado en el instituto. No merecía la pena seguir, todos lo sabíamos. La vieja se tragó su opinión, como siempre. Él la abrazó con mucha fuerza y la besó en el hombro. La vieja arrastró la mesita junto a la ventana. Preparó los tres platós con sus cubiertos correspondientes, vasos, una jarra de agua y una litrona.

Sonó el teléfono: Sandra desde Londres. Todo iba bien, todo iba bien. Todo normal. Todavía no tenía pensado volver. Se la notaba cansada, se callaba algo. Cuando colgó, la vieja se quedó mirando hacía la calle. Los dos niños salían del portal con sus mochilas. Se iban de vacaciones con su padre por primera vez. Se quedaron parados delante del Ford Escort metalizado mientras el padre guardaba el equipaje y la nueva mujer les ayudaba a subir detrás. Cuando lo hubieron hecho, ella puso a su bebé encima de las rodillas de Alberto, los enganchó a los dos con el cinturón de seguridad y montó en el sitio del acompañante. Llevaba un vestido ancho, andaba con gracia y buen tipo.

El coche arrancó. Alberto padre deslizó los ojos hacia la ventana un instante antes de marcharse. La vieja tragó saliva y se metió para adentro. Camino a la cocina, tropezó con sus nietos. Los niños estaban tirados en el suelo y discutían por una Tablet con dibujos. Acudieron al sofá a quejarse el uno del otro. El yerno y la nuera los calmaron y volvió la paz. Los dos hermanos charlaban de pie junto a la mesa de la comida, Sandra estaba pensando en montar un bar de shisha, Alberto la desanimaba: he estado mucho en la hostelería, esa moda no va a durar, niña.

Por fin la vieja lo tenía todo listo. Sirvió las patatas en una bandeja de acero inoxidable forrada de papel de cocina. La llevó a la mesa junto a la fuente de la carne. Dio una voz en el pasillo para llamar. El niño, desde su cuarto, contestó que ya iba. Se sentó a esperarlo. Se puso las manos en los riñones. Estaba reventada. Aquella semana, se había cargado sola la pintura de la casa ella sola. Tenía la barriga ya muy caída, estaba a punto. Esta segunda vez había cogido 20 kilos. Se puso la mano junto al ombligo y notó un pequeño empujón. Sandra, pensó, esta niña viene dando guerra.

La vieja miró hacia la puerta. Sus hijos entraban con la mirada gacha. A Alberto le quedaba ya poco pelo. Sandra lucía profundas arrugas en el contornó de la boca y le sobraba chándal por todos lados. Los dos colaboraron para meter las cosas de su madre en una serie de cajas que apilaban en tres bloques: mi casa, tu casa y la beneficencia. Hicieron un descanso y Fumaron en silencio, cada uno con su cenicero en las rodillas. Llamaron de la inmobiliaria. Alberto se retiró hacía el pasillo para hablar. Sandra, desconfiada, apagó el cigarro y lo siguió.

La vieja retiró la silla y sentó. Sirvió en su plato una tapita de carne y algunas patatas. El resto iría directo de la fuente al táper de los estudiantes que vivían en el piso de enfrente. Pulsó el 5 del mando de la tele. Sonó cualquier cosa de fondo. Comprobó que el sol aún no se había puesto antes de dar el primer bocado. No le gustaba que se le hiciera muy tarde. Cenó sola.

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